La piNtuRa ModeRNa y otrOs eNsaYos-------------------------- C. Greenberg



En La pintura moderna y otros ensayos, a través de la selección de siete de sus textos, que van de 1939 a 1960, se muestra de qué manera Greenberg se plantea el problema (arte versus cultura de masas), cómo elabora unos principios rígidos de inclusión y exclusión (la construcción del canon moderno) y, finalmente, de qué modo consigue darle a su propuesta una validación general de carácter filosófico. Se ofrece un recorrido por los puntos básicos del proyecto intelectual del crítico y también lúcido analista cultural Clement Greenberg. Preocupado por los desafíos que representaban los nuevos medios de masas, se propuso construir un canon artístico con el que hacer frente a la degradación cultural de la época.

A finales de mayo de 1994 murió en Estados Unidos Clement Greenberg. Tenía ochenta y cinco años y era uno de los críticos de arte más brillantes y respetados de la segunda mitad del siglo XX. Sus ideas políticas lo llevaron a participar, desde 1939, en la Partisan Review, donde al principio escribió sobre temas políticos y culturales. En 1942 empezó a colaborar como crítico de arte en la revista The Nation, con la que rompió en 1951 por ideas políticas. En esos años abandonó el artículo mensual, continuó publicando en diversos periódicos –Art News, Arts Magazine, New York Times Book Review o New York Times Magazine. A partir de esos años su actividad se centró en el comisariado de exposiciones y demostró el dinamismo de sus reflexiones teóricas.

Entre los críticos de su generación se multiplicaron las conversiones al arte moderno: Meyer Schapiro, Thomas B. Hess y el intempestivo Harold Rosenberg, todos dotados de una apreciable capacidad visual que los convierte en indiscutibles referentes casi intemporales del diálogo artístico. Pero el caso de Clement Greenberg (1909- 1994) era singular, y era apreciado unánimemente por su agudeza inquisitiva: el descubrimiento colosal de la pintura de Pollock, la complejidad cultural del expresionismo abstracto, considerado desdeñosamente desde una moral de guerra fría, y la grandeza artística de algunos de sus miembros, como Arshile Gorky, Mark Rothko, Robert Motherwell, Willem de Kooning, Esteban Vicente o Franz Kline, son hallazgos del crítico difíciles de disolver en la "prosa del tiempo".

Greenberg descubrió el arte a partir del arte y con el pretexto de Picasso. Diversas reproducciones, entre ellas Guernica, le impresionaron, de tal modo, que renunció al viejo didactismo decimonónico –toda pintura debe contar una historia–, y se lanzó a interpretar el vocabulario formal abstracto del arte: los ritmos formales generan la tensión expresiva que cautiva la mirada del espectador.

La reciente publicación del libro La pintura moderna, de Greenberg, recoge algunos de sus ensayos más brillantes escritos entre 1939 y 1960, el período en que fraguó su prestigio internacional. Quizá tenga razón Arthur C. Danto cuando confiesa que a Greenberg lo perdió el triunfo de la cultura pop, que sigue determinando actualmente el destino de cualquier creación artística. Como si hubiera visto venir la catástrofe que se avecinaba sobre el arte, en 1939 publicó un artículo titulado "Vanguardia y kitsch", el primero de la recopilación antológica que comentamos, donde establecía una distinción entre ambos y cuya vigencia resulta sorprendente, principalmente en lo que afirmaba sobre cómo el kitsch se deja fascinar por los efectos de una obra de arte, mientras que la vanguardia lo hacía con el proceso de la misma; es decir, que el kitsch era, en esencia, efectista, y la verdadera vanguardia, intencionalmente al menos, creativa. Un gran acierto de Greenberg fue advertirnos de que el arte atravesaría una crisis profunda, a partir de un espectáculo mediático, dialogando sobre la banalidad, que es en la actualidad de una preocupación escalofriante.

Greenberg se apropió de la palabra alemana 'kitsch' para describir este consumismo, aunque sus connotaciones han cambiado desde entonces hacia una noción más afirmativa de materiales de desecho de la cultura capitalista. Más allá de su uso político, ambos términos tienen que ver con la manifestación de lo ornamental en el arte. Si Gombrich consideraba lo decorativo como un aspecto "colateral" del arte, ya en las tesis de Yves Michaud, el arte se entiende más bien dentro de ese proceso de transacciones entre lo central y lo marginal. Vattimo interpreta esta posición en relación con el pensamiento de Heidegger: "...la relación entre centro y periferia no tiene el sentido de fundar una tipología (...) ni tampoco el de suministrar una clave de interpretación de las manifestaciones del arte contemporáneo frente al arte del pasado; parece que para Heidegger no se trata sólo de definir el arte decorativo como un tipo específico de arte (...) sino de reconocer el carácter decorativo de todo arte..."

Aunque no hay duda de que muchas de las tesis defendidas con ardor y consecuencia por Greenberg estaban erradas, porque ni el arte puede ser sólo Forma, ni la vanguardia artística progresa linealmente como la técnica, mediante cambios que invalidan lo anterior, su lección intempestiva sobre la amenaza del kitsch; esto es: sobre la conversión del arte en un espectáculo mediático hozando sobre la banalidad precisamente por ser banal, me parece, eso sí, de una "actualidad" escalofriante. En este sentido, no resulta muy desajustada la hipótesis, ahora que tanto se habla de la "muerte del arte", de que éste fenezca a causa de su éxito.



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¿Qué perspectiva cultural sería lo suficientemente amplia para permitir relacionar cuatro productos culturales de diferentes disciplinas entre sí?

Puede que la disparidad nos indique que es parte del orden natural de las cosas o que, por el contrario, sea algo completamente nuevo y propio de nuestro tiempo.

Una sociedad, en el curso de su desarrollo, va perdiendo la capacidad de justificar la naturaleza inevitable de sus formas particulares. Por ello, se ve forzada a abandonar las nociones aceptadas y sobre las que los artistas fundamentan la comunicación con el público.

En el pasado, todo esto desembocaba en un tipo de academicismo en el que la actividad creativa se reducía al virtuosismo y formalismo, e invocando las soluciones de los grandes maestros del pasado.

Con la intención de superar el alejandrinismo, parte de la sociedad burguesa dio pie a la cultura de vanguardia, con su consecuente nueva crítica social, histórica.

La función principal de la Vanguardia no era experimentar sino hallar una vía que mantuviera en movimiento a la cultura.

Aparecen, así, el “arte por el arte” y la “poesía pura”, tema y contenido se convierten en algo de lo que huir.

Es curioso ver como cualquier movimiento, cual energía, posee su contra. Si tenemos por un lado la vanguardia, es inevitable el surgimiento de una retaguardia, germen que fermentó prolíficamente en el mundo occidental industrializado: lo que los alemanes han bautizado con el nombre de kitsch, lo que conlleva a arte y expresiones populares y comerciales.

Producto de la revolución industrial, que para urbanizar las masas de Europa occidental y América, todo lo kitsch tenía como precedente la alfabetización universal.

Si por un lado la cultura formal tenía como único destinatario al ciudadano medianamente culto – que sabía leer y escribir – y que además disfrutaba del ocio, estos ya no eran requisitos imprescindibles para el exclusivismo cultural, pues el proletariado y la pequeña burguesía comenzarían a reclamar cultura adecuada a su propia necesidad.

Y he ahí esta nueva mercancía, el sucedáneo de la nueva cultura, el kitsch.

Basado en su propio desarrollo económico, y parte del sistema productivo, se desarrollaba bajo simulacros academicistas, adulterando la reserva de experiencia previa acumulada del material vanguardista.

Aniquilando la cultura popular originaria, se expandió por todo el planeta por medio de sus productos fabricados en serie, por supuesto, atractivamente más baratos que los productos artesanales.

El kitsch, gracias a una técnica racionalizada que extrae de la ciencia y la industria, ha borrado en la práctica la distinción entre aquellos valores que sólo se encuentran en el arte, acordando sobre lo que es “bueno y malo”.

El arte es el objeto inalcanzable para el pueblo cuando la realidad que se imita ya no se corresponde con la realidad reconocida. Pero es sólo cuando se siente insatisfecho con el orden social que el pueblo empieza a criticar la cultura. La insatisfacción social adquiere, pues, un carácter reaccionario, que desemboca, inexorablemente, en el fascismo.

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Hacia mediados del siglo XIX, el modernismo se planteo como una diferencia deliberada frente a la tradición imperante y sus valores académicos. Ese quizás, es un gran valor al margen de que fuese un tipo de reacción o, (como piensan muchos historiadores) movimiento aislado lleno de cada artista.
En este escenario, los artistas “modernistas”, consideraban las obras del pasado como paradigmas que debían evitarse; algo así como lo que debía permanecer cuando todos los rasgos comunes se han excluido, dejando aflorar lo verdadero a través de lo espontáneo. El modernismo empezaba a entenderse como un contraste.
El hecho de llamar “modernista” a una obra de arte suponía o supone, una distinción de orden superior. Es registrar su apariencia como connotativa de ciertas actitudes y compromistas criticas asumidas por el artista, y relativos tanto a la cultura de su tiempo como el arte de un pasado reciente.
El modernismo se planta en este punto, como el contraste ante los valores de la tradición canónica e inamovible de la tradición y su historia.


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